Vestido de humildad, calzado con responsabilidad y sin abrigarme de maldad, acudí a una tertulia con un amigo. Confesaba que después de mantener a una de sus hijas durante treinta años le retiró sus caprichos al no visitarle, estando jubilado y viviendo cerca.

¿Es la pensión familiar lograda tras una vida dedicada al trabajo y superación para que los suyos tuviesen lo mejor? Desplazándose en ocasiones varios centenares de kilómetros para estar con sus familia, ahora ni contacto merece por que Papá ya no lo paga con papeles de colores.

La estocada de su niña se le clavó en forma de carta a puño y letra, aunque su ingenua esperanza necesitaba imaginar una confesión. Las dos primeras hojas detallaron una pirámide de reproches, contuvo la respiración en su vacío hasta el fin de su calvario sin leer nada bueno hacia su persona, dedicación y amor.

Sus logros se pretendieron envenenar con tinta diluida a pesar de haberse cobrado ya sus errores con abrazos de cinismo, no merecía entonces un tatuaje a fuego en el alma. Si la ingratitud de un hijo no es gratis, tampoco debería serlo la recompensa de un padre.

En la escuela nos enseñaron primero la lección y después nos ponían el examen, hoy primero nos examinan los hijos para después creerse con derecho de darnos lecciones de vida. ¿En serio?

Igual que un padre No puede regalar su presencia, un hijo tampoco puede pretender cobrar por su ausencia.

Por Salva

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